Mi terapeuta, que se supone que es una "expertísima" en las psiques hechas puré como la mía, desconoce la palabra comprensión. ¡Por dios! ¿Pero que clase de Terapeuta sin alma me ha tocado?


  • Fecha:11/07/2017 13:12
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9. NO TENGO ARREGLO


            —¡Arrrggg! Pero que ¡arrrggg! ¡Pero qué rabia!

           Estrangularía a mi Terape. Esa cabrona superentendida no me valora para nada. Estoy que me salen rayos y centellas por las orejas. ¿Que es verdad que no le he dedicado el tiempo previsto a mi propia introspección? Vale. ¿Que me sigo perdiendo con cualquier mosca? Pues vale, también. Pero esto es demasiado. Se supone que ella es la especialista con el título de Psiquiatría en lo alto de su cabeza, perfectamente enmarcado. Entonces me pregunto: ¿dónde está la comprensión? ¿Dónde está el mínimo de condescendencia que se debe al enfermo?

            —Tía, que estoy jodida. ¿O es que tengo que sacarte los ojos para que te enteres?

            Le hubiera sacado los ojos, allí mismo.

           Estoy planteándome seriamente solicitar un cambio de Terape. Es que Blanca y yo no encajamos para nada. Y claro, esto me lleva a preguntar: ¿cómo va a poder ayudarme si veo que nunca vamos a llegar a acoplarnos? Somos polos opuestos, lo veo clarísimo; y así, lo único que logra es que salga de la consulta más histérica que cuando entré. Hoy se lo he dicho saliendo por la puerta.

           —Terapeuta, me voy como entré o peor.

           La paz que en las primeras sesiones creí que me tranquilizaba no ha aparecido por ningún lado. Me refiero a esa paz que despliega la Terape al dirigirse a mí, como si no hubiera un solo misterio en el mundo para ella. Hoy, en esta sesión, la Terapeuta ha dejado de tranquilizarme. Es más, me ha puesto de los nervios. Presiento que la sesión de hoy ha supuesto el inicio de algo que no va a ser nada bueno. Es más, presiento que hasta será malo.

          —Nekane, todo depende de ti. Te lo he dicho en varias ocasiones. Yo estoy aquí para guiarte cuando estés preparada para evolucionar.

          Si hubiera sido «SuperGirl», habría aplastado el pomo de la puerta hasta dejarlo del tamaño de un supositorio y por supuesto se lo habría metido por su sitio.

          Esa paz que desprende la Terape ahora me saca de mis casillas. Como pienso que podría entrarme un ataque de locura en la próxima sesión, al salir de la consulta he comprado una caja de valerianas. No tengo pensado arriesgarme a salir en los telediarios por asesinar a esa arpía asquerosa. Me tomaré, de ahora en adelante y hasta que cambie de Terape, unas cuantas valerianas para ir más liviana y grácil a las sesiones.

          En la sesión de la semana pasada, con el fin de avanzar algo en mi tratamiento, me pidió que meditara sobre los motivos que me llevaron a rechazar la pedida de Gorka.

         —Nekane, estás muy bloqueada y no logras avanzar. Quiero guiarte, mostrarte los primeros pasos,…

         Me pareció cojonudo que se implicara un mínimo, para eso es la superentendida y la que cobra sesenta eurazos por media horilla en la que ni siquiera sé si me escucha.

         —Claro, Terapeuta. Seguro que así progreso más.

Es que es verdad que no veo las cosas para nada claras. Los acontecimientos se me vienen en tromba, por eso de que con el histerismo la cabeza te funciona en plan tormenta mundial, y me pierdo.

        —Quiero que medites en profundidad sobre los motivos que te llevaron a rechazar a Gorka. Piénsalo bien. Tienes toda la semana para escribir lo que te parezca. La semana que viene leeremos las conclusiones que plasmes y las analizaremos juntas.

         Os podéis imaginar cómo salí la semana pasada de la sesión: convencida de que la Terape era una eminencia en su especialidad. La idea era buenísima, incluso más que buenísima. Esa idea iba a ser, a mi evolucionismo, lo que la piedra de Rosetta al descifrado de los jeroglíficos egipcios.

          Tal y como os aventuré ayer noche, esta mañana me he levantado prontísimo, como si fuera a irme de peregrinación a la Virgen de Ujué, que ni te acuestas porque hay que dar un millón de pasos para llegar al final, que está allá por el fin del mundo.

          Esa peregrinación solo la he hecho una vez, cuando tenía unos quince o dieciséis años, y salí de ella escarmentada para cincuenta vidas, por lo menos. Mi prima Mari, que fue conmigo, opina igual.

          No sé ni cuántas horas anduvimos a ciegas hasta que salió el sol. Y cuando salió, y comenzamos a encontrarnos con otros peregrinantes más experimentados, nos llevamos el chasco de nuestras vidas. ¿Y cómo es eso? Imaginaros.

          —Mari, no se ve una «m». No sé si vamos bien.

          —Ni idea. Esto está oscuro como el Pachá a las 4 de la mañana, tía. Yo sigo los ruidos que se oyen, como en la disco.

          —Nos terminaremos escoñando, Mari. Se ve que hace falta brújula para ser peregrina. Como en supervivientes.

          —Ya te digo… Esto del peregrinar no lo hemos pensado para nada, tía. De haber sabido que esto era así de jodido, este invierno habría corrido en gimnasia, tía.

         —Ya, si es que se nos ocurren una ideas peregrinas que te cagas…

         Risas, claro.

         Cuando comenzó a asomar el sol, fue la mayor alegría del mundo para las dos. Muchísimo más grande que cuando nos dejaron entrar en una disco por primera vez. Y no veáis cómo estábamos de felices, que en la pista nos dio el baile de San Vito y no podíamos ni parar.

          —¿Cómo vais, chicas? —se interesaron dos hombres bastante carcas que parecían motos montesas de cómo iban.

         —Así, así… —respondió la Mari con sonrisa de circunstancias.

          —Pues ánimo, chicas. Ya falta menos —dijo la moto montesa con el gorro rojo.

          —¿Cuánto trecho falta? —pregunté ilusionada, porque debíamos de estar en el último recodo tras tanto luchar con la Madre Naturaleza.

         —Como treinta y cinco kilómetros, más o menos. Si no apretáis el paso, no llegareis ni para el anochecido.

          —¿Treinta y cinco kilómetros? —nos miramos la Mari y yo como si nos hubieran partido las piernas de cuajo.

          —¿Desde dónde venís, chicas?

         —Hemos salido de Santa Cara.

         —Pues no habéis madrugado mucho, jovencitas. Lleváis como siete u ocho kilómetros.

          Nos miramos la Mari y yo estupefactas y superofendidas. No sabíamos de qué demonios hablaba la moto montesa verde (el hombre bastante carca con gorra verde).

           —Pero si hasta las lechuzas dormían aún cuando iniciamos la marcha ayer             —protestó la Mari, porque a la Mari las gracias no la molan nada.

          —Pues hay que aplicarse, jovencitas. La peregrinación de Santa Cara a Ujué no es un paseo.

           Y desaparecieron las motos montesas en un plis, mientras creí escuchar el ruido de sus tubos de escape.

          «Un paseo», se atrevió a mentar el majadero de la gorra roja. ¡Si no habíamos gastado tantas calorías ni cuando intentamos montar la tienda de campaña en Estella el verano anterior!

           De aquella agotadora experiencia aprendimos, la Mari y yo, que para ser peregrina hay que ser mucho más devota que nosotras. El que hubiéramos ido toda la vida a un cole de monjas, sea dicho aquí, no ayudó para nada en aquel viacrucis maratoniano. Chicas católicas de colegio, tenedlo en cuenta. No os confiéis. Los caminos del Señor son largos que pa qué. Pero seguiré con lo de la Terape, que estoy segurísima de que tengo razón.

            Tal y como dije ayer, me levanté esta mañana con la decisión de no defraudar a la Terapeuta corriendo por mis venas a pleno galope. «Pienso lograr que por fin se agite en su silla, que vea que tengo dentro lo que tengo». Así que a las cinco de la mañana me metí en el baño, me recogí la melena en una coleta y me apliqué agua helada hasta casi congelarme. Tenía claro que debía estar lo más despejada posible para obnubilar a la cabrona.

            Helada como un pingüino, tras sentarme ante la pantalla del ordenador, me vino el bloqueo tan antojadizo que siempre te viene cuando andas con todas la prisas del mundo. Como pasaban los minutos a todo meter mientras mi cara de bobina permanecía inexpugnable, decidí aplicarme friegas heladas cada cuarto de hora hasta que la trascendencia me alumbrara. Como dos horas después, quizá cómo mecanismo de supervivencia biológica, tuve la iluminación. Ya os digo, estaba decidida a desbloquearme o morir congelada. Os leo.

            —¿Que cuáles son las motivaciones que me llevaron a rechazar a Gorka? —comencé plantando la preguntita por anticipado—. Blanca —decidí esta mañana llamarla por su nombre—, pues mira, hice lo que cualquier mujer en mi situación hubiera hecho. ¿Y por qué? Lo he meditado bastante y solo hay una respuesta: Gorka es atontado. ¿Y por qué he llegado a la conclusión de que es atontado? Porque ¿a quién se le ocurriría pedir la mano de nadie un domingo por la tarde con el bajonazo que se tiene? Pues a un atontado.

            Solo me faltó escribir «chúpate esa, arpía endemoniada». Pero me abstuve. ¿Para qué machacarla más con rabietas infantiles, cuando ya lo hacía con la luz de la clarividencia más aguda?, me dije.

            Pero cuán equivocada estaba. Mi gloria duró lo que la mirada de la Terape tardó en elevarse hacia mis ojos.

           —¿De dónde te has sacado esto? —se interesó ella con el morro ya algo revirado.

           Yo, que aún creía que eran el pasmo y la admiración los que hablaban por ella, dije muy segura.

          —Blanca…

         —¿Sí, Nekane?

         —Ciencia infusa elemental.

          Algo se quebró en su inconmovible calma antes de que respondiera. Lo sé porque aplastó la punta del lápiz en el papel.

          —¿Y te parece esto una respuesta?

          A pesar de que antes de acudir a la consulta lo había comentado con Carla y Ane, y a ambas les había parecido un motivo más que genial y mucho más que suficiente, tuve mis dudas. La Terape tiene esa facultad: te hace dudar hasta de cómo te llamas.

           —Es que un domingo de bajón no es momento para tomar esas decisiones.

           Sus ojos, que se inyectaban en bilis, no recomendaban hacer uso de su apelativo más profesional.

           Después tuvimos una pequeña pelotera, porque no iba a permitirme que le tomara el pelo de esa manera. Que para hacer el bobo no hacía falta que volviera por allí. En definitiva, mi ciencia infusa elemental le pareció una «m». Y yo, con mi alegría equivocada, una niñata sin cabeza ninguna.

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