¡A mí es que los chicos forrados con los que andamos no me terminan de ir!


  • Fecha:20/05/2017 12:34
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CAPITULO 6.

Fashion Invention


            Antes de ir al grano con lo del involucionismo, porque no pienso permitir que esto sea un diario tipo Tamara Falcó, no puedo dejar de contaros cómo llegó Ane hasta Carla y hasta mí. Me refiero a cuando dijo lo que dijo con quienes lo dijo. Un mundo, la verdad. A lo que iba, un buen día de hace tres años se le ocurre a Ane comentar a sus examigas:

            —¡A mí es que los chicos forrados con los que andamos no me terminan de ir! —Se refería a los niños de papá con cocodrilos en la pechera y gafas de sol luxuriator style que valen un auténtico potosí.

            Podía haber dicho que no le hacían tilín, pero es que Ane nunca ha llevado el auténtico gen fashion girl; eso dice Carla cuando le apetece descojone, que es siempre que nos cruzamos con las expijas de Ane.

Carla y yo sabemos que a Ane todavía le apena que ni se hablen después de tantas fiestas en piscinas privadas y cotillones en yates y así. Es que Ane es todo corazón, un pedazo de pan bendito.

            Sus expijillas, que siguen a pies juntillas las tendencias de Tamara Falcó, que es la que sabe en estos momentos sobre tendencias, vieron claro, tras semejante aserto, que Ane no cuadraba en su grupo.

            —Se me quedaron mirando boquiabiertas —nos contó sus penas Ane cuando la conocimos en primero de Turismo, tomando un café—. Pero a mí, qué queréis que os diga, me salió del corazón.

            —¿Y qué pasó después? —se interesó Carla. La venilla sádica de Carla, cuando se trata de pijismo, es la arteria aorta de un elefante; esto, que lo tengamos todos claro.

            —Pues que debí de romper el código supremo de no sé qué.

            —¿Pero qué código supremo? —insistió Carla con ojos codiciosos y pérfida sonrisilla.

            Tened en cuenta que en aquel primer contacto, Ane, para Carla y no tanto para mí, era lo que más había que odiar de la raza humana sin contar a los cavernícolas: una pija, que parecía pija, pero que muy pija. Después, cuando la terminó de conocer, o sea, rematando el café, la perdonó por parecer una pija sin serlo. Blanco y en botella…, leche, ¿no? Pues con Ane, para nada.

            Ane se viste como las pijas, ya dije antes que las prendas en su cuerpo siempre son superfashion (y de eso, ella no tiene la culpa). Habla como una pija, y de eso tampoco tiene la culpa. Son los dejes y los acentos de su círculo de amistades de toda la vida. Se pegan. Vasco, andaluz, galleguiño, pijo… Todo es lo mismo. Pero lo que dice Ane, en el fondo, no lo es, como lo demuestra el mencionado aserto:

            —A mí, es que los chicos forrados con los que andamos no me terminan de ir.

            Sintácticamente, es fashion. Fonéticamente, salido de la boca de Ane, también. Pero el contenido falla a todas luces. Es evidente que no es nada fashion girl.

            —Es que parece que hay un código para los ricos y otro para los pobres. Y ese código no se puede romper. Ya veis. Y yo sin tener idea —continuó relatando Ane con gesto cariacontecido.

            Carla, que es de convicciones indestructibles, sabe perfectamente que ese código no existe, que es una Fashion Invention.

            —Ane, las pijas esas tuyas no tienen código alguno. Son unas arrastradas.

            Esa fue la primera ocasión en que Ane levantó los hombros hasta las orejas con Carla. Yo ya me veía por dónde iba Carla. Pero Ane, tan…, tan…, pues no.

            Después, y en cinco minutos, Carla le dijo de qué iban las cosas de verdad.

            —Chatilla, los hombres no tiene código ninguno. Que te quede claro. Ni los forrados ni los que van con los bolsillos dados la vuelta, ¿capisci?

            Ane levantó los hombros como diciendo que sí. Esa verdad creo que la tranquilizó. A Ane, romper cualquier código le supone un horror. Es incapaz de romper nada: si se le cae un vaso, se disculpa un trillón de veces. Es de las que hace siempre lo que toca, aunque sea una putada. Es conformista, básicamente. Pero para eso estamos Carla y yo, para incitarla a soltarse la melena. Ella se prueba la ropa por nosotras y nosotras le hacemos tirarse a la piscina vestida. Desde el principio hubo un estupendo equilibrio entre todas. Ese tipo de equilibrio simbiótico en el que todos salen ganando.

            —Las únicas que tenemos un código somos nosotras: el de no dejar que nos jodan los sin código. ¿Capisci?

            Tras la segunda cosa que Ane debía saber de verdad, esta cabeceó adelante y atrás; eso sí, sin bajar los hombros.

            —Tercera cosa que te salvará la vida algún día, chatinga. Siempre se apoya a una congénere tratándose del homo. Haga lo que haga. No hay excepción.

            —Por eso no os preocupéis, chicas —Ane siempre dice «chicas» o «moninas» o cosas por el estilo—, nunca dejaría tirada a una amiga. Ni por un millón de hombres.

            Eso le encantó a Carla. La convenció a la primera. Ya dije que Ane para las conclusiones es formidable.

            —Esta pijilla tiene madera. Haré de ella mi discípula, Neka —sentenció Carla, que por entonces pretendía convertirse en la nueva mesías de las mujeres.

            Ane, que andaba de bajón perdido, o sea, que no entendía eso del código de ricos y pobres por el que la habían excomulgado sus amiguitas, comenzó a dar palmaditas mientras botaba en la silla de la cafetería de Turismo, para regocijo de los escasos homos presentes.

            —¡Ane! ¡Las tetorras! —le advirtió Carla, que aún no había descubierto las ventajas de las mismas.

            Ya me he ido por peteneras de nuevo. Mañana, os juro por el código sagradísimo de Carla, comienzo mi evolución. Bueno, la Terapeuta me ha puesto deberes, y eso que me dijo que no debía tomarme esto del teclear como un deber. Que ya iría fluyendo el caldo espeso poco a poco. El miércoles que viene debo llevarle unas páginas circunspectas (que no sé lo que es) y juiciosas. Pues anda buena, la Terape. Con el trauma tan monumental que dice que tengo.

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