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De niña, en cuclillas, muy pegada al hueco de su puerta entreabierta, la veía vaciar los cajones tan solo rozando cada objeto allí contenido. Eran, para aquella mujer de la noche y de la tristeza, objetos de irrepetible valor.


  • Fecha: 23/01/2018 15:43
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Descripción

CAPÍTULO 13.
LA INFINITA MELANCOLÍA DE MAMÁ


            —Hoy voy a pedir que se le cure la pierna cuanto antes —ha dicho Jaio tras meterse en la cama y juntar sus manos sobre el pecho.

            —Seguro que en eso sí te hace caso Dios, Jaio.

            —Y que no se quede cojo, que aunque yo lo querría igual, ahora lo que quiero es verle jugar al futbol.

            Cuando he salido de la habitación, tras lanzarle un beso que estrujó entre sus manos, aún he podido escucharle decir mientras cerraba la puerta.

            —Te prometo que, si le devuelves la pierna, no pienso perderme un solo partido, Señor. Antes me muero de aburrimiento.

            La casa estaba a oscuras cuando cerré la puerta de la habitación de Jaio, dejándola en paz con sus plegarias. Solo una rendija en la puerta del cuarto de mamá dejaba escapar un endeble haz de luz. En puntillas, me he aproximado a la rendija, como otras muchas veces en que algún suceso inesperado (como los sofocos de Jaio) me mantiene en vela o algo me quita el sueño.

            «Ya ha vuelto a sacar las cartas de papá. Ya vuelve a releerlas», me he dicho cotilleando por la rendija.

            Desde que papá murió, casi cada noche mamá saca todo cuanto le quedó de él, de su auténtico él, como ella dice, y lo revuelve y lo relee y lo huele incontables veces, mientras una sonrisa infinitamente melancólica se dibuja en sus labios. Y en sus ojos solo puedo distinguir una añoranza que creo que jamás se disolverá.

            Papá murió cuando yo tenía catorce años, Jaio tenía nueve y Eneko era una «oruguita» que iba creciendo en la barriga de mamá. Disculpadme por favor, sé que no os he hablado de Eneko, el rey indiscutible de la casa, con siete añitos.

            Mamá siempre dice con la voz consumida:

            —Neka, que tu padre me encintara de ti fue su primer regalo y Eneko el último. Él no quiso irse sin darme el regalo que más quería: un hombrecito que cada día se parece más a él.

            Y en sus ojos conviven, al decirlo y durante un instante casi imperceptible, la felicidad del agradecimiento y la desdicha del infortunio.

            Como venía diciendo, desde que papá murió hace más de siete años ya, mamá dedica las noches a no perderlo del todo. Y esta vehemente dedicación de mamá la duplica en dos.

            No podréis creerme, pero no deja de ser cierto por ello que, al morir papá, mamá se partió literalmente en dos mujeres con idéntica forma, pero bien distintas. De día era mamá, la que había conocido a lo largo de mis escasos catorce años, la que buscó un trabajo, la que seguía limpiando y ordenando y cocinando. La misma que nos aplicaba un beso en los labios al acostarnos, la de cuando vivía papá. Pero la otra, la réplica que ocupaba su mismo cuerpo por las noches, nació a mis ojos cuando él murió. Esa otra, la que antes no estaba en ella, era ella misma, pero sin embargo no la misma. La otra era la que sufría en la soledad de su cuarto.

No lo comprendí en aquel momento, me hizo falta verla, noche tras noche, enredar y revolver las cosas auténticas de papá durante años. No podría contar cuántas veces me levanté de la cama, desvelada por ella, para deslizarme a su puerta y espiar acurrucada el sufrimiento de aquella otra mujer que solo se dejaba ver cuando creía que no era vista.

            De niña, en cuclillas, muy pegada al hueco de su puerta entreabierta, la veía vaciar los cajones tan solo rozando cada objeto allí contenido. Eran, para aquella mujer de la noche y de la tristeza, objetos de irrepetible valor. El reloj de papá que se abrochaba a la muñeca. La cartera de papá que abría con infinito cuidado, como no queriendo contaminarla de otra presencia que no fuera la de su amado. El mechero Zippo que abría y cerraba mil veces sin tan siquiera darse cuenta... Todos esos objetos constituían todo cuanto había quedado de él.

            Y cuando por fin parecía haber descubierto algo nuevo en ellos, se acercaba al armario y revolvía, puesta de puntillas, la balda superior de las mantas hasta extraer su caja secreta.

            Con la caja pegada a su pecho, se sentaba sobre la cama con las piernas muy juntas. Entonces, y tras depositar el cofre de tesoros sobre su regazo, lo abría con lo único que era capaz de pronunciar: un suspiro.

            Como en un proceso ceremonial, iban entrando sus turbados deditos en la pequeña caja para ir extrayendo, uno a uno, los tres sobres que atesoraba en su interior. Eran las tres cartas que papá le mandó cuando hizo el servicio militar: sus tesoros. Las olía. Las giraba. Repasaba con las yemas de los dedos la caligrafía impresa de puño y letra de aquel hombre que no volvería ya.

            La amargada de la Terape va a resultar que al final tiene razón. Me duele por dentro, no puedo evitarlo… Lo dejaré por hoy. Mañana espero levantarme en otro plan distinto al que me acuesto. Chao.

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